COMODORO RIVADAVIA (Por Raúl Figueroa / Especial para ADNSUR) -  Cada vez que la estadística intenta explicar un problema tan grave como la inseguridad, seguro que esa explicación será, en el mejor de los casos, incompleta. Y más preocupante aún puede ser el modo en que la sociedad naturaliza las muertes violentas en distintos momentos de su historia, elaborando una construcción discursiva especial para relativizar la gravedad del problema. Cuando el gobernador Das Neves habló esta semana sobre la cantidad de homicidios en Chubut, argumentando que de 57 hechos “sólo 2 fueron en ocasión de robo”, acaso reflejó un mensaje por el cual se alivian las consciencias de una sociedad que quiere sentirse razonablemente lejos de aquella tómbola mortal, pero que sin embargo debería buscar el modo de controlar y atenuar las condiciones que generan y favorecen la espiral de violencia. Y en la mayoría de las veces, víctimas y victimarios son jóvenes.

Una de las tantas leyendas de una garita en cercanías del barrio Moure dice: “Leíto vive”. Leo (Vidal) es una de las víctimas de los 23 homicidios ocurridos en Comodoro Rivadavia durante el año 2016 y Karina, su madre, sigue reclamando justicia ante la falta de detención e imputación al presunto autor del homicidio, al que ella y testigos individualizaron pocas horas después del crimen ocurrido el 19 de octubre último.

Recuerdo haber hablado con la madre de la víctima días después del homicidio, tratando de encontrar, como en otras ocasiones y en hechos similares, un rostro, una historia de vida detrás del homicidio “número tanto” de la ciudad. Un pibe que ya había sufrido un ataque similar meses atrás, por el cual había perdido incluso el trabajo; un chico que fue escolta de la bandera en el secundario y que ahora buscaba abrirse paso en el ámbito laboral. También recuerdo un llamado telefónico posterior a esa entrevista en “Actualidad 2.0”, por Radio Del Mar. Era un conocido dirigente social quien, con la voz quebrada por un llanto reprimido, me contaba que Leo era el chico número 26 que moría asesinado, de cuantos él había conocido en tiempos de asistencia en el comedor del barrio Moure, cuando el país desbarrancaba en la crisis de 2001.

La madre de Leo sigue convocando marchas en reclamo de justicia. No sólo sufre el desgarro del asesinato de un hijo, sino que además vive con miedo por las amenazas hacia ella y el resto de su familia. Ante una gran indiferencia, más allá del acompañamiento de quienes participan en sus marchas, ella sigue exigiendo el esclarecimiento de la muerte de su hijo, mientras gran parte de la sociedad y el poder político corre riesgo de seguir anestesiada por ese polémico axioma: “si no es homicidio en ocasión de robo, no es parte de la inseguridad”, sostiene aquella idea subyacente (que nos abarca y tranquiliza, como un conjuro para alejar a los desgracias ajenas; un sociólogo podría explicar además por qué los homicidios parecen relativizarse cuando no hay una amenaza a la propiedad de por medio), aludiendo a los contextos de violencia en ámbitos marginales, al alcohol y a las drogas en determinados sectores. Esto, si bien puede ser un factor influyente en muchos casos, no debería generalizarse: a tal punto que, sin quererlo, puede tender grandes mantos de impunidad sobre quienes desprecian totalmente la vida ajena, como también puede resultar –esa visión- excesivamente contemplativa con quienes tienen la responsabilidad pública de esclarecer y evitar tales hechos. Y me pregunto, a riesgo de exagerar, si esa convicción del inconsciente colectivo no es demasiado parecida a aquella otra repudiable frase de los años 70, cuando el silencio justificaba (y se hacía cómplice) de los crímenes de Estado: “por algo será”.

Silvia España es madre de Daniel Sánchez, un joven trabajador petrolero asesinado el 2 de julio último en la avenida Alsina, a pocos metros de San Martín. Sufre la misma impotencia, a la espera de que las explicaciones oficiales  salgan de la suposición de que su hijo era integrante de una banda de marginales enfrentada a otros: “mi hijo trabajaba todo el día, no tenía tiempo de andar en ninguna banda. Lo mataron para robarle”, reclama la mujer, quebrada por el dolor y la impotencia. “Ahora están de feria los fiscales, tengo que esperar hasta febrero para que hagan las pericias en los celulares que secuestraron en un allanamiento, en una vivienda que está a pocos metros de donde mataron a mi hijo”, repite con la esperanza de que su voz sea escuchada.

Son dos de los homicidios que siguen impunes en la ciudad, pero aun en aquellos que se aclararon, en varios hubo falencias de seguridad que pudieron haber prevenido y evitado el desenlace fatal.  Y si bien es cierto que parte de la responsabilidad le cabe al municipio a la hora de controlar la venta de alcohol, no es menos cierto que el Estado provincial debe mejorar la presencia de su fuerza policial en las calles, que resulte disuasiva y evite que en ciertas zonas las diferencias se diriman a los tiros u otras armas. La tasa de homicidios nunca será cero, pero claramente podría ser más baja.

Finalmente, vuelvo a pensar en los dichos de aquel dirigente social, que alude a los grafitis con nombres de jóvenes asesinados, en un marco de violencia e impunidad, que me dice: “estamos en una guerra y deberíamos hacer un gran cenotafio en los barrios, donde las paredes hablan de la muerte de nuestros pibes. Deberíamos preguntarnos qué nos pasó, mientras los gobiernos no son capaces de priorizar este problema; y una sociedad incapaz de cuidar a los pibes, es una sociedad que no tiene futuro”.

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