El último refugio en la ruta 3: el parador solitario que ofrece comida casera en la estepa patagónica
Aislado en el kilómetro 1313 de la ruta 3, en el norte de Chubut, el parador El Empalme es mucho más que una parada en el camino: es hogar, memoria viva y última resistencia de un pueblo que desapareció.
“Somos nosotros tres y nadie más”, dice con firmeza Elsa Igoa. Vive en medio de la estepa patagónica junto a su compañero de vida Héctor Trape y Rogelio Pereira, en el parador El Empalme, un punto perdido del mapa, donde el viento dicta las reglas y el silencio parece eterno.
Ubicado en el cruce de la Ruta Nacional 3 y la Ruta Provincial 60, a 20 kilómetros del mar y del antiguo pueblo costero de Puerto Lobos, el parador es una cápsula del tiempo. “Somos los custodios de un pueblo que desapareció”, asegura Elsa en diálogo con La Nación. Y no exagera: ella y su familia son los últimos guardianes de una historia que resiste entre ruinas, viento y memoria.
Un refugio con historia
Puerto Lobos fue fundado en 1910 con la llegada del telégrafo. Durante décadas fue un enclave vital en la costa patagónica: tenía hotel, comercio, una estación del ACA y un muelle que recibía barcos cargados de lana. Su vida cambió para siempre en 1959, cuando el nuevo trazado de la ruta 3 se alejó del mar. “Fue una pena que la ruta se hiciera lejos”, lamenta Elsa. El pueblo murió lentamente. Hoy solo quedan las ruinas del hotel, un cementerio olvidado y la nostalgia.
El Empalme fue levantado por los últimos administradores del hotel de Puerto Lobos como un intento de seguir conectados con el mundo. Hoy es el único lugar habitable en kilómetros. Abre todos los días a las 7.30 y cierra pasada la medianoche. “Para muchos camioneros y viajeros, saber que este lugar está abierto es una esperanza. A veces solo paran para hablar”, dice Elsa.
La vida entre el polvo y el viento
En El Empalme no hay señal telefónica, ni internet, ni agua potable. La napa es salobre y la poca agua buena llega en bidones desde Sierra Grande, 50 kilómetros al norte. Tampoco tienen gas natural: cada cuatro días deben cambiar los tubos grandes. La electricidad llega solo cuando encienden un generador, al caer el sol. “Estamos separados del mundo”, dice Elsa con una mezcla de resignación y orgullo.
Allí todo se hace con cariño. “Esto no es por dinero. Acá te sentís millonaria cuando conseguís el cariño de la gente”, afirma. Sus platos caseros –como el guiso de arroz, de fideos o las pastas del domingo– son célebres entre los choferes. “El camionero está cansado de comer carne, necesita comida de hogar”, explica.
Conoce a varias generaciones de las mismas familias de transportistas. “Siempre hay sopa”, promete, como si fuera una madre para los que cruzan la Patagonia.
Una postal del olvido… y del alma
La estepa que rodea El Empalme es infinita y árida. Apenas un puñado de árboles intenta crecer bajo el sol y el viento. Pero el parador está lleno de vida. Las paredes guardan recuerdos de elecciones donde radicales y peronistas compartían corderos en la calle, días de pesca cuando bajaba la marea y noches viendo estrellas junto al fuego. “Vivíamos en el mar”, recuerda Elsa, que se crió en Puerto Lobos. Su compañero, Héctor, fue parte de la cuadrilla que asfaltó la ruta 3.
El paisaje es tan inhóspito como bello: cielos infinitos, cardúmenes de merluza cerca de la costa, bancos de vieiras, y ballenas que eligen esa bahía profunda de junio a diciembre. Pero el agua, siempre el agua, fue la condena de Puerto Lobos. “No volverá a nacer. Está muerto”, dice Elsa.
Un lugar para perderse... y encontrarse
Hoy, aventureros, pescadores y viajeros curiosos llegan en motorhome o acampan cerca del viejo pueblo. Algunos usan las ruinas del hotel como refugio. Un marisquero solitario vive en una casilla, enfrentando la misma soledad elegida por Elsa y su familia.
La vida aquí tiene su propio ritmo. Por las noches, cuando el generador se apaga, el cielo se enciende. “Somos románticos, nos quedamos viendo las estrellas”, dice Elsa, mirando a Héctor. Hay una poesía en esta vida dura, una especie de fidelidad hacia el lugar que los vio crecer y los sigue cobijando.
“Somos de otra época”, admite Elsa. Pero también son testigos de una parte olvidada de la historia patagónica. Porque allí, en el kilómetro 1313, hay algo más que un parador: hay un corazón latiendo en la soledad del desierto.
