OJOS DE AGUA, Río Negro - Nasael Anaya tiene 7 años y vive en un paraje ubicado en Ojos de Agua, en la línea sur de Río Negro. Este año empezó la primaria en la Escuela Hogar Nro 307 Horacio R. Ruiz, ubicada en Lipetrén Grande, a 40 kilómetros de su casa. Todavía recuerda lo que sintió cuando, hace apenas cuatro meses, pudo darse ahí la primera ducha de agua caliente de su vida.

"Abrí la canilla y dije, ¿No será agua fría? Y después la toqué y re caliente estaba. El cuerpo me ardía", cuenta haciendo el ademán de girar la canilla hacia la derecha, todavía con sorpresa en los ojos. Y agrega: "En mi casa no es así, calentamos una olla o una pava y nos bañamos en un fuentón".

Nasa, como todos lo llaman, pasa su infancia en Ojos de Agua, la décima localidad más vulnerable de la Patagonia en términos de pobreza infantil, según el relevamiento confeccionado en exclusiva por el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA para este proyecto de La Nación.

Y su realidad no escapa a estas cifras. Su familia está instalada en el campo y hace malabares para llegar a fin de mes. Su papá se dedica a criar ovejas y chivas, y todavía se está recuperando de la enorme cantidad que perdió con las cenizas del volcán Peyehue en 2011. Hoy tiene un total de 160, entre ambas especies. Y con eso viven. Su mamá, Marisol, terminó la primaria, es ama de casa y cobra la Asignación Universal por Hijo. Su hermano Axel, de 14 años, está estudiando el secundario en Ingeniero Jacobacci.

"Está fulero. Si comprás leña, no comprás mercadería y si comprás mercadería, no te vestís", dice Marisol para intentar explicar las difíciles decisiones que tiene que hacer todos los días. Su lógica se maneja por prioridades.

Es viernes por la mañana en la escuela, hacen -15 grados y Nasa está contento porque sabe que después de dos semanas, hoy vuelve a su casa por el fin de semana. Se levanta de su cama cucheta a las 7:30 - "los más chicos dormimos abajo y los grandes arriba", explica - y se viste con botas, bombachas de campo, un sueter con los colores de la Argentina y el guardapolvos. Se lava la cara y los dientes en la bacha, cuelga la mochila en sus hombros y va para el comedor. Agarra una tostada y la moja en el mate cocido.

Si pudiera pedir tres deseos, serían una pelota de River, útiles y una pistolita de agua. Sobre su futuro, ya decidió que quiere ser bombero. "Así salvo a la gente y a sus casas. También me gusta el traje", dice riéndose hasta que los ojos se le achinan.

Vivir en los parajes de la línea sur de Río Negro, en la Patagonia, es duro. No es la misma pobreza que se ve en las provincias el norte, en donde falta la comida y sobra la sed. En esta región - la de menor índice de pobreza infantil - el frío es el que manda.

En invierno las temperaturas son negativas, la nieve cubre el campo y lo cerros, los caminos se tornan intransitables, el viento corta la cara, las cañerías y los paneles solares se congelan, y el frío se cuela por cada rendija. El mayor desafío es mantener caliente las casas y cuidar a las cabras y chivas, el principal ingreso de las familias.

"En esta zona la gente siempre tiene algo para comer. Porque caza un guanaco, un avestruz o una liebre. Sí están malnutridos porque acá es muy difícil conseguir frutas o verduras, o productos de estación. Tampoco hay muchos chicos obesos en la zona rural porque tienen mucha actividad, se ocupan de los animales y van a buscar leña", explica Virginia Velazco, integrante de INTA Jacobacci.

Río Negro, su provincia, encabeza el ranking de la región en términos de pobreza infantil. Allí, los niños de hasta 17 años tienen la mayor privación de derechos en temas vinculados con la vivienda, la educación, y la salud, entre otros. Le siguen Neuquén, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, en ese orden, pero sin diferencias significativas.

Ojos de Agua en una localidad de 77.000 hectáreas, ubicada a 56 kilómetros al sudoeste de Ingeniero Jacobacci, y la única manera de llegar es a través de la ruta 6, todavía de ripio y en muy malas condiciones. Integra los parajes de Lileptrén Grande, Lipetrén Chico, Cerro Banderas, Pampa Alegre, Yuquiche y Futarruin.

Ahí viven 148 familias, que en su mayoría son mapuches y están desperdigadas en el campo - solo hay ocho familias en el pueblo- , donde el 96,88% de los hogares no tiene agua de red, baño exclusivo ni heladera.

La casa de Nasa queda en Lipetrén Chico, a 40 kilómetros de la escuela, y entra en esta categoría: no tiene gas, se calefacciona con una cocina a leña, no tiene baño y en invierno solo tiene luz un par de horas, cuando funcionan los paneles solares.

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Pero su vida cambió por completo este año cuando arrancó la escuela. Allí el contraste en relación a los servicios es enorme y se siente como en un hotel cinco estrellas. Tiene electricidad, Internet, televisión, baño completo y calefacción, entre otras comodidades. "¿Cómo no voy a querer venir a la a escuela si es más linda que la casa? Acá te bañás más calentito y tenés comida rica", explica sin poder terminar de asimilar tanta asimetría.

Diana García, ex directora de la escuela, explica que "en la escuela los chicos tienen todas las comodidades pero en sus casas no es lo mismo. Allá tienen un solo dormitorio para toda la familia y no tienen una alimentación variada porque comen solo carne, torta frita y mate".

Este nuevo bienestar contrasta, sin embargo, con todas las lágrimas que Nasa derramó, en marzo pasado, por tener que separarse de sus padres para irse a vivir a la escuela. Empezó el colegio un año más tarde porque ni él ni su mamá soportaron el desgarro de tener que dejar de verse durante tantos días.

"No conocía a nadie y la primera vez que vine a la escuela lloré un montón. Pero mi mamá me dijo que me tenía que quedar. Ahora ya estoy más tranquilo", dice todavía afectado. Se tapa la cara con las manos. Las lágrimas vuelven a asomarse cuando dice que extraña su casa, a sus papás y a sus animales.

Este desarraigo es el mismo que sufren muchos de los chicos que viven en el campo. En esos casos, sus padres tienen dos opciones: o construir una vivienda precaria en el pueblo y mantener dos casas, o mandarlos a una escuela albergue.

"Es una realidad triste porque uno sabe que es obligatoria la educación y los chicos sufren mucho el desarraigo de las familias, lloran los primeros días, principalmente a la noche antes de irse a dormir. Los auxiliares de turno son los que más los acompañan y los contienen. El hogar de lo que más se ocupa es de la contención en todos los aspectos", explica García.

Con Nasa, el problema era que su mamá tenía miedo de dejarlo solo y de que lo maltrataran. "Al principio lloraba un montón. Por la edad no lo podíamos anotar en primer grado, así que yo le meto pata para que alcance a los otros nenes y nivelarlos a todos. Ahora lee bárbaro", dice Silvia Namor, su docente, que se encariñó tanto con Nasa que hasta se convirtió en su madrina.

A Marisol, la mamá de Nasa, le sobran los motivos para querer cuidar a su hijo. Se le nubla la mirada cuando recrea los días tortuosos que pasó en la escuela albergue a la que fue en Paso del Sapo, en Chubut, en donde terminó la primaria.

"Mis papás me mandaron ahí porque tampoco tenían movilidad. La viví muy mal. Éramos como 90 alumnos. Todos te pegaban, te retaban y pasamos hambre y frío. Comíamos la comida de los chanchos, teníamos piojos. Y no había derecho a nada. Por un lío te ponían un mes en penitencia. Por eso me costó tanto dejar a Nasa ir a una", explica Marisol.

Las primeras semanas de marzo, Nasa y su papá hablaban todos los días por radio - es el único medio de comunicación que tienen en su casa- a la noche para calmar la angustia y los miedos. "La repetidora no está funcionando y yo me tengo que subir a un cerro a 3000 metros de altura para poder hablar a través de un handy. Antes lo llamaba todos los días y ahora lo hago un día por medio", cuenta su papá.

Su mamá, busca distraerse en su día a día para no extrañarlo tanto: "Los días cuando Nasa no está son de un silencio terrible. Mi marido se va al campo y yo me pongo a hacer cosas afuera para no estar sola y no pensar tanto en él".

Al mediodía los alumnos almuerzan una sopa y canelones. Antes, hacen una bendición: "Niñito Jesús, nacido en Belén, bendice a esta mesa y a nosotros también". "A la tarde a veces salimos cuando no hace mucho frío por la nieve. Sino jugamos adentro o tenemos la hora de lectura. Después nos bañamos, cenamos y nos vamos a dormir", explica Nasa, ya acostumbrado a la rutina.

Pero hoy el día es distinto. A las 17, Santiago Cabañares, el comisionado de Ojos de Agua, llega con una camioneta para repartir a los alumnos en sus casas. Muchas veces, por cuestiones climáticas, los chicos se quedan más días en la escuela o en sus casas porque no pueden salir.

"El camino se pone muy intransitable con la nieve y el hielo. Las máquinas pasan de vez en cuando para despejarlo pero es muy difícil. La ruta la están haciendo hace un montón pero trabajan en el verano nomás", explica Enrique Pedraza, también integrante de la Comisión de Fomento.

El viaje a su casa tarda una hora porque hay que hacerlo con cuidado por el hielo, parar a abrir y cerrar tranqueras. Nasa no para de hablar durante todo el trayecto, va señalando los animales que se cruzan, como los choiques o las liebres. "Hay que tener cuidado de que no chocarlas y que se peguen al radiador", dice divertido.

En medio de una alfombra blanca interminable, se divisa la casa de Nasa - la construyó su papá durante tres años porque "no queda otra, los albañiles no llegan ni locos", aclara - hecha de ladrillos y techo de chapa. Consta de dos habitaciones, un comedor y un cuartito en donde guardan la mercadería.

"Hola, mami. Hola, papi", dice Nasa, mientras se funden en un abrazo. La cocina a leña está prendida para calefaccionar ese ambiente. Las habitaciones están congeladas. De hecho, en invierno Nasa duerme en el cuarto de sus padres. "En mi casa estamos calentitos, a veces", confiesa Nasa. Además, no tienen agua caliente, ni gas, el baño es una letrina ubicada afuera y solo tienen luz durante algunas horas del día, detalla diario La Nación.

"Agua hay bastante por el momento. Antes teníamos que ir arriba del cerro y la bajábamos con manguera. Nos instalaron paneles solares pero en invierno las baterías no cargan porque hiela mucho. Así que solo sirven del mediodía a las cuatro de la tarde. Después estamos a oscuras", explica Esmir Anaya, su papá.

Él se levanta todos los días a las 7 de la mañana para ir a controlar los animales a caballo, cambiarlos de lugar y darles de comer. "Lo único que tenemos son los animales. La lana es a fin de año y ahí aprovechamos para hacer la compra anual de mercadería", agrega Esmir.

A Nasa le gusta la vida rural, andar a caballo con su papá, ayudar con las ovejas, cortar leña, y cocinar de todo. "Sé cocinar estofado, bife, tallarines. Mi mamá a veces no puede prender el motor y yo se lo prendo. Si mi papá está mal yo lo ayudo a cuidar a los caballos. Para qué estar jugando, si ellos te agradecen un montón", dice Nasa.

En invierno si hay nevada o están muy congelados los caminos, se cancelan los traslados y las personas se quedan en sus casas, aisladas. Y cualquier ayuda necesaria, como la atención médica, no llega.

En el caso de Nasa, sus papás no tienen auto. Cada vez que se quieren trasladar, tienen que pagar un flete o un remis. O conseguir a alguien que los lleve. Por eso, prefieren vender la lana y comprarle la mercadería al "mercachifle", un comerciante que va parando con su camioneta por cada una de las casas de las zonas rurales.

Cuando está en la escuela, Nasa juega al fútbol con sus amigos, se entretiene con juegos de mesa o miran alguna película. Pero en su casa está solo, y no tiene con quien jugar. Su bicicleta ya le queda chica y no hay plata para comprar otra.

"Nasa hace todo lo que hace una persona grande. Jugamos con él un rato para que no se aburra. El me ayuda en todo. En donde ando yo, él también. Y sino lo saco a andar un rato a caballo", dice su papá. Con su mamá, le gusta jugar a las cartas.

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"Es importante ir a la escuela a aprender. Mi mamá me enseñó a contar hasta el 30 y ahora me sé hasta el 100", dice Nasa con su verborragia particular. Sabe que está en juego su futuro, por eso hace el esfuerzo de abandonar a los suyos y crecer de golpe. "Los extraño pero ya me acostumbré", agrega con cara de nene más grande.

Fuente: La Nación/Por Micaela Urdinez

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