Cómo se sobrevive a los -18 °C: Maquinchao, el pueblo más frío de Argentina
En Maquinchao, el invierno no se anuncia. Aplasta, muerde, se cuela por las hendijas, se mete bajo la ropa, transforma la rutina y hasta los sonidos: las voces bajan el tono, los pasos se agudizan para no resbalar; hasta el silencio es gélido.

Ubicada en el corazón de la estepa rionegrina, sobre la Ruta Nacional 23, Maquinchao volvió a encabezar los rankings del Servicio Meteorológico Nacional con temperaturas que rozaron los -18 °C. Por momentos, el termómetro marcó menos que en la mismísima Base Marambio de la Antártida.Pero para los 2.900 habitantes de esta localidad, el frío no es noticia: es identidad.
El nombre del pueblo proviene de dos palabras tehuelches —"maguen" (invierno) y "chawe" (lugar)—, el clima extremo es parte de su ADN. Lo sabían los ancestros y lo aprendieron las nuevas generaciones. Hoy el frío es un legado que se entrelaza con las costumbres y el vaivén del pueblo, construyendo una identidad propia de la Patagonia.
“Acá sabemos lo que es el frío”
Don Elías Naya Jalil, tiene 67 años y una memoria que parece grabada en hielo. Nació en Maquinchao, dirige el hotel Naydun, que está frente a la vieja estación ferroviaria y recuerda cuando, en 1991, el pueblo tocó el récord de -36,7 °C. “Fue terrible”, dice, como quien ha aprendido a convivir con lo implacable.
“Antes llegábamos a la escuela con la nieve hasta las rodillas, tapados hasta la cabeza. Dos pulóveres, una campera, y a caminar. Eso era normal”, recuerda con la voz templada por los años. “Hoy, cuando el frío baja a los -22 o -23, se congela todo: caños, tanques, canillas. Hay que hacer fuego en la vereda, usar sopletes, dejar correr una canilla para que el agua no se estanque, es un tema”.
Además, “la sensación térmica te mata”, agrega Elías. “Con un poco de viento, esos -18 °C reales se sienten como -25”. Y no es exageración: los datos provienen de una estación meteorológica oficial que informa directamente a Buenos Aires. “Ahí no hay mentira”, asegura.
La postal doméstica se repite en toda la localidad. Las estrategias son de resistencia: juntar a toda la familia en una sola habitación para conservar el calor, usar braseros y mantener la estufa encendida. “Los que tenemos gas natural estamos mejor”, dice Elías, aunque admite que solo un 60 o 70% de las viviendas están conectadas al servicio. El resto se las arregla con leña, tubos, garrafas y solidaridad.
Agua congelada
José Pérez, es el jefe de bomberos voluntarios del pueblo. Vivió gran parte de su vida en Maquinchao y su experiencia es un gran valor para la comunidad. Reconoció que, si bien el frío ya es parte del pueblo, “hay momentos difíciles”.
“La presión de gas bajó tanto que no calentaba nada. Y el agua se congeló. Hay que esperar a que se descongele sola o, en caso de la gente que vive en el campo y saca de las acequias, romper la capa de hielo”.
Desde el cuartel, los bomberos asisten en accidentes por rutas congeladas, colaboran con el hospital y llegan a los campos más alejados cuando las condiciones lo permiten. “Los del campo están curtidos —dice José—, rompen la capa de hielo de las aguadas con una pala y siguen. Pero el tema de bañarse... eso sí es un lío”.
Los recursos del estado se transforman en una herramienta clave para las familias del pueblo. La Municipalidad reparte ayuda como puede. Son 330 las familias que reciben garrafas y leña. El gobierno provincial aporta a otras 343. Pero los costos no paran de subir: una garrafa de 15 kilos cuesta $30.000, una tonelada de leña, $300.000. En estos días, nadie mide el consumo: se quema lo que se puede. Generar calor es la prioridad.
Vivir en el campo, la parte más difícil
En este pueblo ganadero —Capital de la Lana—, el frío talla la vida diaria como un escultor paciente. Hay quienes aún viven en viviendas precarias en el pueblo, pero la parte más dura está en las afueras. El escenario cambia cuando los kilómetros se alejan del ejido urbano. En los campos, donde la resistencia es un oficio, la rutina se acomoda al sol: se sale después del mediodía y se vuelve temprano.
En las afueras de Maquinchao, los peones se adaptan con una férrea tenacidad. “El día arranca con a las siete con un frío terrible”, dice José. “Pero todos resisten”. Se amigan con la idea de sentir frío, “no nos queda otra”. Pero no hay mal que por bien no venga, la nieve, cuando llega, no es del todo mal recibida: “Para este pueblo de ganaderos viene bárbaro. Hace falta agua. Hay una sequía terrible”.
La falta de agua no es un tema menor, Elías recuerda el éxodo de los 70, cuando una gran sequía obligó a miles a abandonar la región. “Fueron momentos muy duros, pero hoy somos más”, celebra el dueño del único hotel del pueblo.
Frío en serio
Claudio Quintero es vecino de Maquinchao y trabaja en una Cooperativa del pueblo, desde su experiencia aporta una reflexión que condensa la paradoja del lugar: “Nos hemos desacostumbrado al frío que teníamos antes, era realmente terrible”. Cuenta sobre los años 80, cuando la nieve llegaba al metro y medio y los ganaderos sufrían pérdidas enormes. “Este año casi no nevó”, dice, preocupado.
Recuerda los inviernos que vivió durante su infancia. Imágenes que se tejen entre metros y metros de nieve, ausencia de gas natural y una voluntad inquebrantable: “Ir a la escuela era toda una odisea”.
El invierno que se habita
Maquinchao es un retrato patagónico. Una crónica viva del invierno que se queda a vivir. A diferencia del frío pasajero de otras latitudes, aquí el frío tiene su jurisdicción y es profeta en su tierra.
Acá, el invierno no se visita: se habita. El frío no es un dato del clima, es una forma de vida. Una forma de estar con los otros. Cada helada escribe su capítulo en los muros cuarteados, en los dedos agrietados de los vecinos, en el vapor que sale de las bocas al hablar, en las ollas que humean sobre las cocinas, en el calor del fuego, del vecino, del otro.
