Argentina es un caso excepcional de crecimiento bajo y volátil. Desde los acuerdos de Bretton Woods a mediados de la década de 1940 hasta 2019, nuestro país atravesó 17 episodios recesivos que suman un total de 27 años de contracción; en promedio, una recesión cada tres años. Ha sido el país con mayor número de años recesivos —seguido por la República del Congo— y forma parte del 25% de países que menos crecieron en los últimos 60 años. En 2020, empujado por la crisis del COVID-19, el ingreso por habitante cayó hasta igualar el de 1974

Hoy, tras la recuperación de 2021-22, es tan sólo un 18% mayor. Casi medio siglo perdido, en el que la pobreza subió del 7% de la población a alrededor del 40% y la desigualdad del ingreso se elevó notablemente. 

Es difícil pensar que el rumbo declinante de nuestro país pueda modificarse con la dirigencia en permanente disputa, sin margen para más acuerdos que el respeto al sistema democrático. Es llamativo. Por separado, la mayoría coincidimos en la necesidad de generar acuerdos básicos que sirvan de pilares para revertir la decadencia y poder iniciar un proceso de desarrollo sostenido. Pero cuando nos toca avanzar, el escepticismo nos invade con interrogantes: ¿Cómo se forjan esos acuerdos? ¿Sobre qué temas vamos a acordar? 

Quiero compartir una idea sobre la que vengo trabajando. Por qué no proponernos un objetivo sobre el que todos estamos de acuerdo: bajar la pobreza. ¡Que levante la mano el que esté en contra! Pero para hacerlo más efectivo deberíamos precisarlo. Podríamos, por ejemplo, proponernos llevar la tasa de pobreza del 40% actual a menos del 10% en un período de 20 años. Al ser preciso, medible y monitoreable y, además, reunir un gran consenso social, estaríamos transformando a ese objetivo común en una meta de Estado. Una meta de Estado enfocada en reducir la pobreza posee, además, otra virtud: trae consigo metas asociadas sobre otras variables económicas relevantes. Es fácil verlo: no se puede reducir la pobreza sin que la economía crezca y tampoco alcanza con sólo crecer; no se puede crecer sin inversión; ni se puede financiar la inversión sin dólares; y no se consiguen dólares de forma sostenida sin exportaciones. Entonces, al proponernos una determinada meta de reducción de la pobreza, nos estamos proponiendo también metas concretas de crecimiento económico, inversión, exportaciones y distribución del ingreso. 

En un estudio que realizamos con los colegas Leopoldo Tornarolli, Gabriel Palazzo y Ariel Coremberg, evaluamos diferentes trayectorias descendentes de la tasa de pobreza para el período 2022-2040 y qué implica cada una de ellas en términos de crecimiento del PBI, inversión, exportaciones y distribución del ingreso. Los ejercicios son muy útiles porque nos dan una noción de los desafíos que tenemos por delante. Nos enseñan, por ejemplo, que si fijáramos como meta reducir la pobreza a menos del 10% en 2040, la economía debería crecer a un ritmo anual sostenido de 4% (más del doble que en los últimos 40 años), las exportaciones multiplicarse 3,7 veces y la tasa de inversión subir al 21,5% del PBI desde un promedio histórico de 17,5%. 

El cumplimiento de la meta requería además una política redistributiva de ingresos. Los ejercicios muestran, en cambio, que si la economía se expandiera durante los próximos 20 años al 2% por año —similar a lo ocurrido en las últimas cuatro décadas, aunque sin crisis— la tasa de pobreza descendería a sólo el 29% de la población; todavía entre 2 y 3 puntos porcentuales por encima de los mínimos alcanzados en 2013 y 2017. 

Estos ejercicios ilustran cómo una meta de Estado focalizada en reducir la pobreza y sus metas asociadas pueden convertirse en una suerte de GPS común para la dirigencia. Ha sido muy impresionante ver la respuesta favorable y las coincidencias entre diversos dirigentes políticos, sindicales, empresarios, sociales y religiosos a los que les acerqué el estudio.

Estoy convencido de que existen muchas más coincidencias que grietas en la amplia dirigencia argentina y que una meta como ésta podría contribuir a establecer acuerdos sobre objetivos concretos y, a la vez, facilitar la implementación de políticas públicas para conseguirlos. El potencial de la economía argentina en sectores como la energía y la minería, así como las capacidades existentes en la agroindustria, la economía del conocimiento y la industria son enormes. 

Los argentinos merecemos y podemos tener un futuro mucho mejor a este presente. Los analistas e intelectuales podemos contribuir con ideas, estimaciones y cálculos, pero está en la dirigencia —política, sindical, empresaria, religiosa y social— dar vuelta la página e iniciar una trayectoria de desarrollo sostenido. El camino no es la disputa, sino el diálogo y los acuerdos en torno a un propósito común. Si se encara ese camino, estoy seguro, vendrán años muy buenos para nuestro país.

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