NUEVA JERSEY -  No hay conjuro que acabe con un estigma que, a esta altura de la historia, parece una forma de ser. A la idea de que a esta selección no le caben más dagas la voltea la realidad. Como si sufrir fuese un estilo y no una contingencia derivada de este juego único, hermoso. Y entonces las fotos de derrota van agregando destinos al álbum de cabezas gachas y llantos. Son 23 años que, como mínimo, se estirarán a 25. Ryad en 1995, Lima en 2004, Frankfurt en 2005, Maracaibo en 2007, Río de Janeiro en 2014, Santiago de Chile en 2015 y ahora esta ciudad de nombre difícil y sensaciones idénticas arman un combo insólito, indigno de la jerarquía de planteles riquísimos y vacíos de medallas.

Genial, Jorge Valdano había explicado todo mucho antes de la pelota rodara anoche: "Messi no juega finales para alcanzar la gloria, sino para que lo perdonen. Si Argentina gana nos parecerá más patriota". Verlo tirado en el piso, incluso con la definición por penales todavía en desarrollo, fue regalarles pasto a las fieras. La distancia entre la idolatría y el desprecio al que millones de argentinos lo confinarán puede depender de la altura de un remate. Se le fue tan alto que decidió enterrarse, como si imaginara lo que vendría después.

¿Quién puede asegurar, en estas horas vacías, si esta generación se dará una nueva oportunidad a sí misma? Se necesitan toneladas de resiliencia para volver a pararse a cantar el himno con esta camiseta después de tres finales perdidas en tres años consecutivos. La van a tener que sacar muy de las entrañas Mascherano, Messi, Agüero, Biglia, Romero, Rojo, Higuaín, Di María, Andújar y Lavezzi, los que estuvieron en todas las entregas de medallas al subcampeón. Pudieron otra vez ser los vengadores de sí mismos y otra vez terminaron siendo sus propios verdugos. No hay consuelo para este grupo. No se golpearán las espaldas satisfechos por haber tenido un muy buen nivel en esta Copa América particular. "Ya no nos sirve jugar la final", había razonado Mascherano durante todo junio, antes de ahogarse en la orilla.

Hay mucho más que 350 kilómetros entre Boston, la ciudad donde verdaderamente se inició esta racha, la vez de Maradona y la enfermera, y East Rutherford; hay 22 años de una continuidad nefasta, decorada con cambios de entrenadores, formas y protagonistas. Pero siempre con la derrota como denominador común. El problema sobreviene, en todo caso, en creer que la misma lógica aplica para todos los casos. Lo mejor que le puede pasar al fútbol argentino es valorar a estos jugadores más de lo que en estas horas ellos mismos lo hacen. Son una isla en perdida en un mar de podredumbre que los encierra. No existe una clase dirigente que sepa acompañarlos. Los sucesos de los últimos meses no hacen más que darle nitidez a la diferencia. Y lo peor, lo más riesgoso, es el peligro que acecha: después de estos jugadores se empezarán a pagar tantos años de desastres. Si a ellos les queda la carta de Rusia 2018, en el futuro mediato se vislumbra pobreza: ¿qué nombres van a reemplazar a los que se irán?

Ese tipo de discusiones parecen no importar demasiado ahora, cuando las imágenes exhalan el deja vu de Higuaín mano a mano con un arquero en una final, la atajada imposible de Bravo al cabezazo de Agüero, el tiro a la Luna de Messi y el caminar lento y entregado de Biglia antes de ejecutar su penal y el derrumbe en masa color celeste y blanco cuando Francisco Silva terminó con esta Copa. O le dio play de nuevo al suplicio.

Claudio Bravo levantaba el trofeo, las serpentinas doradas le cambiaban el verde al pasto cuando, detrás del escenario, la caminata muda de los jugadores argentinos se iba a masticar el cobre de la medalla que no querían. Decía Gerardo Martino que el resultado final iba a ser lo único que se iba a tomar en cuenta. El fútbol argentino tiene la enorme oportunidad de demostrarle que está equivocado, y que solo quien contempla las formas puede aprender, madurar y rearmarse para inventar una nueva oportunidad.

Pero esa aspiración puede ser más una idea ingenua que una posibilidad palpable. Los castigadores de turno preferirán poner el ojo del hacha en los mismos que lograron llevar las cosas hasta el último partido que ser implacables con una estructura agujereada por todos lados. La derrota, paradójicamente, absuelve a los culpables y crucifica a los únicos que le dan dignidad a la marca selección.

Nada que le importe mucho a los fanáticos del manual de zonceras argentinas. Ese que hoy puede volver a apreciarse en cada conversación, en cada café, en cada oficina.

Fuente: La Nación

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