Wilson, el cura colombiano que aún recuerdan en las parroquias y colegios salesianos de Comodoro
Nació en Argelia, un pequeño pueblito rural que se encuentra a cinco horas de Medellín, y a fines de la década del 90 llegó a Comodoro Rivadavia con solo 25 años. Admite que el primer día se quería ir, pero se quedó durante 16 años y la ciudad del petróleo se convirtió en su segunda casa. “Fueron los años más lindos de mi vida en mi juventud”, dice Wilson Arango a ADNSUR desde Sonsón, la ciudad cercana a su pueblo donde construye una capilla.

“Si uno volviera a nacer, como se dice, volvería a repetir tal cual como se pudo vivir en su momento. Realmente los amo, les doy gracias por todo lo que me ayudaron a crecer y realmente soy muy feliz, y no me canso de darle gracias a Dios por haberme llevado a Comodoro Rivadavia y también por haber acompañado al Domingo Savio, al Deán Funes, al María Auxiliadora y al Liceo Militar General Roca. Me encantaba estar en esos colegios…”.
Cuando habla, el padre Wilson Arango transmite la nostalgia del paso del tiempo. Con un cantito y una sonrisa en la voz, el cura colombiano viaja al pasado para recordar esos años en que vivió en Comodoro Rivadavia, una ciudad que, de entrada, no le gustó, pero que lo terminó conquistando.
Pasaron 12 años de la partida del padre Wilson a Colombia y en la ciudad del petróleo y los cerros aún lo recuerdan. El cura dejó una huella en aquellas iglesias, templos y colegios donde lo conocieron. Pero muchos se preguntan: ¿qué fue de la vida del padre Wilson?
EL CAMINO DE LA FE
El padre Wilson por estos días trabaja en Sonsón, una ciudad de casi 40.000 habitantes cercana a su pueblo, Argelia de Antioquia. Todos los días viaja de un lugar a otro para predicar la palabra de Dios.
Es que Wilson creció y se educó en la fe de ese pequeño pueblo donde hay solo un templo y donde las campanas siempre están llamando. A cinco horas de Medellín, la vida en Argelia era una vida de campo, entre animales, juegos y hermanos, algo que aún recuerda.
“Viví la vida en familia, la infancia más linda, el poder estar uno tranquilo en las calles, jugando, hasta que lo mandaban a buscar, porque en mi casa todo tenía horario”, dice con alegría. “Sabíamos que todos teníamos que estar para el rezo del rosario a las 7 y, luego de eso, podías ir a jugar un ratito más, pero era estar en la calle tranquilo, porque no había ningún peligro de ir y venir y jugar sin ningún percance.”
Wilson lo afirma: vivió “una infancia muy inocente”, entre caballos que llevaban el potrero y animales que cuidaba su mamá, una ama de casa que era la general del hogar, y también de un comandante que era la autoridad del pueblo.
Entre risas, el padre bromea: “Mi papá era el comandante, pero mi mamá era la general. Yo era el chavo del 8, el octavo hermano de 13, uno de los más mimosos de la casa. No sé por qué, quizás porque al principio estaba muy enfermito: tenía fiebre alta y muchas veces me la tenían que bajar con sábanas húmedas. A veces era eso de sobarle a uno esos sapos en los pies para sacarle esas fiebres o los baños de ordeñar las vacas encima de uno. Eso generó que se me reventaran los dos oídos. Gracias a Dios no quedaron secuelas, pero sí tenían que estar muy pendientes de mí. Entonces soy muy privilegiado con mis hermanos, muy querido por todos ellos y muy acompañado todo el tiempo.”
UN HOGAR CON DIOS
El hogar de Wilson era religioso, donde había dos cosas que no eran negociables: rezar el Rosario a las 7 de la tarde y asistir a misa los domingos. “Teníamos que estar y, mientras fuimos niños y preadolescentes, íbamos y veníamos donde los papás nos llevaban. Como éramos un batallón, nos agarrábamos dos bancas de la iglesia y, ya cuando empezamos a ser adolescentes jóvenes, nos daban la libertad de elegir la misa del domingo. Pero no ir, no se elegía”.
Su mamá integraba el coro de la iglesia y su papá ayudaba en lecturas, la ofrenda y la catequesis. Como dice: “era una familia religiosa, no fanáticos, pero donde papá y mamá daban el ejemplo en todos los sentidos”.
En su caso, siempre tuvo la vocación y lo reafirma con el recuerdo de esos juegos de niños que muchas veces terminan marcando el camino en la adultez. “Desde los siete años ya jugaba a celebrar la misa. Mi mamá cuidaba cerdos y pollos para ayudar a mi papá con las finanzas de la casa, y cada vez que se moría uno, yo le hacía entierros solemnes, invitaba a los amiguitos de la cuadra, le hacíamos procesión al pollo, lo metíamos en una caja y le cantábamos. Le dábamos la misa, lo enterrábamos y le poníamos cruces al pollo. Era un juego de niños para nosotros, pero eso ya nació desde muy pequeño, como que siempre estuvo.”
A los 12 años quiso comenzar sus estudios para ser cura, pero sus hermanos mayores estaban en el seminario y uno de ellos le pidió que esperara para que la casa no quedara tan vacía. Así, cuatro años después comenzó su propio camino, a pesar de que muchos pensaban que no iba a llegar a ordenarse, tal como le sucedió a sus hermanos. “Por mí no daban un peso en el pueblo, ‘este va a ser lo mismo que su hermano’”, decían, “pero no, gracias a Dios le tapé la boquita a mucha gente”, dice entre risas.
En Marinilla, Wilson terminó el secundario e hizo Filosofía. Luego llegaría a La Ceja, donde está el seminario mayor, el lugar en el cual terminó Teología y se ordenó sacerdote el 10 de noviembre de 1995.
Su camino como cura comenzó en Guarde, una ciudad donde se habían suicidado 13 jóvenes y en la cual se realizó un gran trabajo pastoral comunitario para tratar de revertir la situación. Pero su paso por esa ciudad duró poco, ya que el mismo año fue destinado a Sonsón, donde la problemática era otra: 13 jóvenes habían sido asesinados en diferentes hechos y se decidió impulsar una pastoral juvenil muy fuerte.
Wilson era joven y vivió todo ese proceso con fe y esperanza, pero cuando falleció su madre, el 2 de octubre de 1997, supo que era momento de salir a misionar y lo intentó.
En noviembre se realizó la Asamblea Diocesana, y el obispo anunció ante todos: “Necesito sacerdotes que se ofrezcan para la misión”. Cuando pasó cerca de Wilson, el joven cura no dudó y se ofreció. “Le dije: ‘Monseñor, estoy listo para la misión’, pero me miró de arriba a abajo y me dijo: ‘Tan agrandado usted, ¿cómo cree que tan joven lo voy a mandar a misión?’. Yo le dije: ‘Para eso estamos’. Y se arrepintió a los días y me llamó para ver si le sostenía lo que había dicho. Le dije que ‘sí, de una’ y me respondió: ‘Bueno, consiga alguien para que se vaya a Comodoro Rivadavia, a la Argentina, la Patagonia, donde un obispo hace cinco años está pidiendo misioneros’.
UN SUCIECITO EN EL OJO
En febrero de 1998, el padre Wilson llegó a Comodoro Rivadavia. Primero estuvo tres días en Buenos Aires, donde le encantó lo que vio, y luego viajó al sur de la Patagonia, donde los cerros marrones contrastan con un mar profundo y la aridez del paisaje. Wilson no miente y confiesa cuando pregunto qué le pareció la ciudad.
“Qué buena pregunta. El 3 de febrero caímos, Virgen del Carmen, al otro día queríamos venirnos ya. Ese mismo día que llegamos, al padre Omar Antonio Bedoya y a mí nos dieron un recibimiento muy lindo y nos llevaron a la Casa de Luján. Yo miraba hacia la Avenida Canadá y Omar se metió a la capillita; al rato nos encontramos y veo al padre lloroso. Le digo '¿qué le pasó a usted?’. ‘No, me cayó un suciecito en el ojo’, y él me preguntó: ‘¿y a usted?’, ‘Otro suciecito en el ojo’. A los tres meses volvimos a tocar el tema y me dice: ‘Wilson, si usted me decía al otro día que nos volviéramos para Colombia, yo me hubiera vuelto’. ‘Igualmente’, le dije, no importaba si nos escrachaban o nos decían de todo, pero no me habría quedado”, dice entre risas. “Nos quedamos por orgullo y viendo esa necesidad pastoral y la gente acercándose más, y ese calor humano; los tres años por los que habíamos ido se convirtieron en 16, en mi caso, y en Osmar en seis. Y así fue que nos quedamos en la Patagonia.”
ENTRE IGLESIAS Y COLEGIOS
El padre tuvo residencia en Nuestra Señora de Luján, pero también trabajó en Nuestra Señora de la Esperanza, Santísimo Sacramento y ayudó en San Jorge, Goretti y en San Cayetano, además de los colegios salesianos. Wilson asegura que encontró gente muy cálida y una gran expectativa por la llegada de los curas misioneros. Así, comenzaron a trabajar en la ciudad.
"Había una necesidad de sacerdotes y rápidamente, con la gente, seguimos adelante con el proyecto y el plan que tenían en la Diócesis: terminar templos, iniciar otros, hacer una grilla de pastoral, hacer cosas que la gente no había hecho, mover la comunidad y aprovechar esas riquezas tan lindas y maravillosas que tiene esa Diócesis y que tiene Argentina, como son los laicos, porque eso nos sorprende mucho que no haya que pagar a nadie, todos sirviendo de su generosidad, poniendo de su bolsillo", dice aún agradecido. "También me encantó la humildad y la sencillez de la gente, porque uno puede codearse con coroneles, arquitectos, abogados, gente muy preparada, pero muy sencilla. Eso me impactó y me llenó muchísimo; realmente fue una bendición muy grande encontrarme con tanta gente tan linda, tan maravillosa, tan respetuosa, tan trabajadora, algo impresionante."
Pero en 2013, el cura sintió que era momento de volver a Colombia para estar cerca de su padre. Admite que le costó irse. Durante un año organizó su salida y no la concretó, pero era el momento de volver. El 14 de diciembre voló a Buenos Aires y le dijo adiós a Comodoro. A la distancia, asegura que nunca se fue del todo.
“Me costó bastante, porque fue toda una vida: 16 años. Fueron los años más lindos de mi juventud, cuando uno tiene todos los brillos y quiere agarrar el cielo con las dos manos. Gracias a Dios, encontré gente muy linda que caminó conmigo todo ese tiempo y pudimos lograr tantas cosas nobles. Por eso, Argentina y, especialmente, Comodoro se quedaron en mi corazón y es muy difícil desprenderse. Con decirle que no he podido cambiar la portada de la red social y sigo en contacto con la gente.”
“A veces pareciera que no me hubiese venido y es esa nostalgia de estar acá, estar allá, pero por suerte muy lindo, gracias a Dios”.
Por estos días, la misión del padre continúa en la parroquia San José de Zonzón y otros templos. Su vida pasa entre paisajes montañosos y un clima que promedia los 20 °C, con abundantes lluvias. Su papá ya falleció hace tres años, pero tiene a sus hermanos cerca y se siente orgulloso del cambio que ha tenido en los últimos años la comunidad, porque, como dice: “la esencia del sacerdocio es saber que somos elegidos entre la misma comunidad para el servicio del pueblo, no solo en lo espiritual, sino en lo social y el estar con la gente, en el centro de las vidas de las comunidades”. Y así lo vive el cura colombiano que vino a la Patagonia y dejó una huella que aún mucha gente recuerda y que él tampoco olvida.
