“Fíjate que ninguno usaba zapatos”, dice mientras mira la fotografía. La imagen en blanco y negro muestra a un hombre arriba de un caballo. Abajo hay niños y adultos, entre ellos su abuelo, su abuela y un primo. El que monta el equino es él. 

La vida en la Isla de Chiloé siempre fue dura y José no se olvida. Recuerda el campo y la pobreza, compañeros de un destino que muchos inmigrantes eligieron cambiar. También el aroma de la cocina y el campo. 

Pasaron muchos años desde que José migró de la Isla, pero cada domingo, todavía mantiene contacto con su familia, principalmente con una prima con quien recuerda la vida al otro lado de la Cordillera.

José es “Pepe” Vidal, el propietario de Gamar, la histórica fábrica de embutidos de Comodoro que hoy se encuentra en proceso de expansión. Hace tres años, junto a su familia, comenzó a construir una planta de elaboración en el barrio Industrial, el paso necesario para que la histórica fábrica siga creciendo, algo que aún le cuesta creer. Es que, para entender cómo se siente José, es necesario conocer su origen.

Gamar es una marcha registrada de Comodoro. Foto: Archivo Gamar.
Gamar es una marcha registrada de Comodoro. Foto: Archivo Gamar.

DE LA ISLA AL SUR DE LA PATAGONIA ARGENTINA

José nació en Dalcahue, a 152 kilómetros de Puerto Montt. Tenía entre 7 y 8 años cuando sus padres decidieron migrar a la ciudad petrolera, donde una oleada de chilenos se había asentado buscando una vida mejor.

Como muchos de sus compatriotas, el Pietrobelli lo recibió con los brazos abiertos; esa fue su escuela y su salón de juegos, el lugar donde aprendió los destinos de una vida en la que siempre hubo que rebuscárselas. 

“Tenía unos 7 u 8 años cuando vine”, cuenta a ADNSUR. “En realidad, me trajeron”, dice con una sonrisa. “Vine con mi mamá porque mi papá ya estaba trabajando en la esquila en Argentina.”

Lo cierto es que la vida de campo duró solo un poco más de tiempo para el padre de José. Sus tíos, los Cárcamo, tenían una panadería en la ciudad y comenzó a trabajar con ellos, repartiendo pan a caballo. Eran tiempos distintos. 

“Pepe”, en la actualidad, tiene 81 años y una memoria prodigiosa. En su mente recuerda cientos de detalles de su vida: su infancia en aquel ranchito de puerta precaria, la escuela 24 y el oratorio del Padre Corti, ese hombre al que recuerda con mucho cariño. Por supuesto, tampoco se olvida de sus inicios en la vida laboral. Es que antes de ser conocido, por ser el propietario de Gamar, hizo de todo. Fue cadete, repartidor de frutas y verduras, distribuidor y hasta albañil.  

“Eso fue lo primero que hice: ser ayudante de albañil con un vecino. Iba al colegio por la mañana y por la tarde lo ayudaba. Me quedaban las manos en la miseria”, repasa, buscando imágenes en el pasado. “Después salí a vender frutas. Había un depósito mayorista en la calle Alvear de un hombre de Bahía, un italiano que tenía una fábrica de confecciones. Me acuerdo que venía con una Ika y vendía en las estancias. Tenía un acordeón, era un hombre grandote, bonachón y no sé cómo se dio que hicieron amistad con mi papá, puso un depósito de frutas y me dio trabajo”.

En esos tiempos no existía el Uber ni el delivery, tampoco había calles de asfalto y el trabajo comenzaba cuando terminaba la escuela. José, todos los días, salía a vender frutas con un canasto en la zona del Rincón del Diablo y aún lo recuerda. “Era lindo, iba con naranjas, limones, manzanas y, en cada casa donde iba, te convidaban café o mate; nadie te robaba nada.”

José en su juventud. Foto: Archivo familiar.
José en su juventud. Foto: Archivo familiar.

José, en ese entonces, todavía era un chico que recién estaba comenzando a transitar la adolescencia. Eran tiempos en que la adultez llegaba antes, junto con las responsabilidades.

En su mente recuerda cientos de anécdotas de aquellos días, como aquella vez que su jefe lo llevó a Bahía Blanca, una aventura de tres días y camino de tierras. “Éramos varios trabajando con él y un día dijo: ‘al que venda más lo voy a llevar a conocer la fábrica a Bahía’. Gané yo y nos fuimos. Tenía unos 16 años y en el camino lo ayudé a manejar. Me acuerdo que era un camino de tierra interminable, porque en ese entonces Bahía Blanca se hacía en dos o tres días. Él dormía y parecía que siempre iba por el mismo lugar, una linda época”, dice entre risas, mientras recuerda el Río Colorado y aquella balsa que ayudaba a cruzar los autos en esa época.

Más tarde llegar��a Casa Ruca en la calle San Martín, mientras estudiaba dactilografía en la academia Orión. Fueron tiempos de aprendizajes y de calle, los secretos para ser un buen vendedor.“Se vendía mucho, me enseñaron cómo tenía que fumar porque aunque no fumaba tenía que tener la cajita de cigarrillos para convidar al cliente. Me acuerdo que a fin de año vendí muchas heladeras y como tenía sueldo y comisión, con lo que cobré compramos una camioneta con mi papá, una Chevrolet 51”.

Una vez que pudo sacar el carné de conducir, José renunció y decidió emprender por su cuenta. Fue en esa época que empezó como distribuidor, vendiendo vino Peumayén. Envasaba en Chacabuco y Huergo y, con las canastitas de hierro, vendía por los barrios. 

“Lo que ganaba lo jugaba al metegol en El Faro, frente a la escuela 119, que todavía está. Se juntaban los hermanos Miguel, que eran comisarios. Casi siempre perdía, pero me alcanzaba para reponer lo del vino”, recuerda entre risas. 

En esos años, comenzó a vincularse con el rubro de la carne. Su mamá tenía un negocio en Saavedra 1353, con unas poquitas estanterías y algunas cosas más, y la llegada de una sierra carnicera lo cambió todo. “Con eso empecé a buscar carne en el matadero, porque en esa época no había frigorífico. Llevaba dos o tres caponcitos, algo de carne de vaca. Si mal no recuerdo, era en la calle Francia y, como había muchos negocios en el barrio, venía uno y me encargaba un capón, venía otro y me encargaba algo más. Así empecé”.

A la carne también le sumó frutas y verduras, gracias a un amigo que tenía un negocio en Ameghino y Saavedra. Abel Pérez, quien incluso le cedió su clientela y hasta una camioneta, ya estaba cansado de ejercer ese oficio.

En el 66, con 23 años, José pasó por el altar junto a la madre de sus tres hijos: Mariela, Gabriel y Ezequiel, el más chico de todos. Poco a poco, su negocio fue creciendo. “Me fui agrandando con el reparto. Me hice conocido de un señor que traía carne sin hueso colgada. Yo trabajaba mucho con el frigorífico San Jorge, por cuenta mía siempre, y empecé a vender a Escribano. En ese tiempo, era lo más grande que había. Al frente estaba Promai y le caí bien. En San Jorge traían cordero de Chile, lo vendían y lo exportaban a los hebreos y judíos. Se llevaban de 8 a 11 kilos. Alguien me dijo: ‘¿por qué no lo ves a Escribano? Si le caes bien, capaz que le vendés’. Me acuerdo que tuve que ir dos o tres veces y un día me atendió Alberto. Habíamos ido a la primaria juntos, a distinto grado, pero juntos, y fui a verlo a Eduardo por intermedio de él. Me acuerdo que me dijo: ‘así que tenés cordero. Cuando tengas, pasá y lo veo’. Esa noche no dormí, a ver si le podía vender.”

José asegura que le llevó “unos corderos hermosos, bien faenados en frigoríficos, limpitos. y cuando fue, Escribano le preguntó: ‘¿cuántos tenés?’, ‘50’ le dije, ‘bueno, déjamelos, te pago a los 7 días, con un cheque” .

Ese momento fue bisagra en su vida comercial. Venderle a un supermercado de magnitud le permitió aumentar las ventas y crecer. Eran buenos tiempos y vendía de todo, desde carne sin hueso hasta corte pistola. A la distancia, admite: “Le vendí mucho a La Proveedur��a, tuve muy buena relación”.

José en sus tiempos de repartidor. Foto: Archivo familiar.
José en sus tiempos de repartidor. Foto: Archivo familiar.

Con Visser también hizo buenas migas. “Era loco, pero de loco no tenía nada”, dice entre risas al recordar al empresario. “Yo tenía una clientela de la gran siete. Le vendía carne y un día me dijo: ‘Sabés que no sé qué hacer en el salón que hice’. Le digo: ‘Metéle una cámara frigorífica y vendemos carne directamente’. Yo estaba en el Mercado Comunitario en ese momento, donde está el Concejo. Tenía una representación de un frigorífico de Bolívar y empezamos”.

Fue en esa época que José empezó a emprender con los embutidos. Junto a Visser traían carne y vendían a dos hermanos que hacían chorizos en el barrio Las Flores. Todas las semanas le vendían carne; sin embargo, de un momento a otro no quisieron comprar más, y Visser le propuso: “¿Y si hacemos chorizos nosotros?”.

En un viaje a Bahía, el empresario compró una máquina para hacer embutidos y José empezó a elaborarlos. Pero la sociedad duró poco tiempo, porque cuando los hermanos González vendieron el local de la calle Tacuarí, Visser lo animó a comprarlo y comenzó la historia de Gamar. 

“Yo, en ese tiempo, había comprado un departamento en Mar del Plata, lo vendí y compré este local”, dice mientras mira la pequeña oficina. “Era mucha plata en ese tiempo. A mi señora le dije que en un tiempo íbamos a recuperar el departamento, pero nunca más lo recuperamos. Era muy distinto a lo que es ahora. Era la mitad. Acá había cocina, vestuario, y el depósito era un patio. Pero lo compré y empezamos”.

Una foto histórica de Gamar. Foto: Archivo Gamar.
Una foto histórica de Gamar. Foto: Archivo Gamar.

EL SECRETO DE GAMAR

A la distancia, José recuerda a Susana, una mujer que trabajaba en Siracusa y le dio una mano con los papeles en los primeros tiempos; también a Gabino, el jefe de su hija, que lo ayudó cuando estuvo a punto de fundirse por un mal manejo contable que lo hizo endeudarse ante la AFIP y terminar embargado. Y, por supuesto, a Pilato, un técnico químico que lo ayudó con la limpieza y el mantenimiento para habilitar el local, cumpliendo las normas de higiene que le exigía el Municipio, y que lo ayudó a comenzar a venderle a La Anónima, otro momento clave en su carrera. 

“Él me recomendó porque era muy difícil entrar a la Anónima. Probaron nuestro producto y empezamos a vender. Después nos dieron otra sucursal y poco a poco fue aumentando la venta. Me acuerdo de que cuando empezamos pedimos autorización e hicimos una degustación. Cocinábamos chorizo y con una repositora repartimos con escarbadiente a los clientes. Así empezaron a conocernos. Pusimos un letrero: Gamar. Pero fue muy importante el supermercado para eso.”

Otros tiempos, otro marketing. Gamar hacía degustaciones en diferentes locales. En la imagen Jorge Matei, de Fería El Gallego. Foto: Archivo Gamar.
Otros tiempos, otro marketing. Gamar hacía degustaciones en diferentes locales. En la imagen Jorge Matei, de Fería El Gallego. Foto: Archivo Gamar.

En la actualidad, Gamar tiene 15 empleados y es una empresa familiar. Junto a José trabajan sus tres hijos, quienes le dieron otra impronta al negocio, admite el empresario. José asegura que es el mejor momento de la pequeña empresa, pero no se lo cree. “Ya es otra cosa porque tengo el respaldo de los hijos, pero costó muchísimo poder llegar a lo que estamos en este momento. Yo no lo hago para sentirme grande, esto se fue dando solo; la verdad es que nunca pensé que íbamos a llegar a esto y que iba a llegar a la edad que tengo. Tengo 81 años. Criado a pata, como se ve ahí en la foto. Nunca pensé esto, siempre fui llevando una trayectoria sana y honesta. Pero si alguien me hubiese dicho años atrás: ‘vos vas a llegar a tener una empresa’, no le hubiese creído.”

José junto a Ezequiel y parte del equipo de Gamar. Foto: Gamar.
José junto a Ezequiel y parte del equipo de Gamar. Foto: Gamar.

Hoy la empresa está en expansión. Hace tres años, los Vidal construyeron una nueva planta elaboradora que permitirá aumentar la producción. “Arrancamos hace tres años con la obra, pero todavía no tenemos servicios y estamos en eso. Se fue dando de a poco, pero hemos logrado que el proyecto ya esté en marcha. Va a ser un orgullo para nosotros cuando lo terminemos, pero creo que para la ciudad también, porque lo construimos con esfuerzo nuestro nomás. No tenemos pasivo ni dependemos de nadie, y tenemos muy buen vínculo con muchos proveedores que nos han venido a ver, con colegas, y tenemos la suerte de que la empresa está bien posicionada. Gamar está reconocida y de mí nadie puede decir nada malo, y de mis hijos tampoco, porque tienen buena trayectoria.”

Pero, ¿cuál es el secreto del éxito de Gamar? Además de ser prolijos en la administración, cuidar al cliente, apuntar a la rotación y vender un producto de calidad, "la gente le encontró el sabor justo", asegura José. "Yo he probado muchas cosas, porque todo lo que aprendí lo aprendí en la calle, recorriendo los barrios cuando repartía carne y hablaba mucho con la gente. A la gente le gusta y lo elige", dice orgulloso el hombre que creó una fábrica de embutidos que terminó siendo una marca registrada de la ciudad.

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